Se llama Javiera, tiene el pelo largo, grueso y negro. Lo lleva suelto y desordenado y nunca se le ve bien la cara, excepto cuando anda de buenas y se hace un moño chascón con un collet desgastado. Ahí se le nota en los ojos oscuros, en las cejas filosas, en la sonrisa de bruja antigua, en su piel de selva, que en el pasado se llamaba Itzanami y era reina. Ya no se acuerda de quién, quizás de un pueblo indígena en algún lugar del tiempo. La vestían de oro, le hacían trenzas y le lavaban las piernas con agua hirviendo porque no le dolía. Le tenían miedo porque se comía el corazón de los amantes perdidos.
A Javiera sólo le quedan recuerdos borrosos de esa vida. Hoy se dedica a tomar cerveza y a mover la mano para avisarle a los clientes del Santa Isabel que pueden salir sin chocar el auto. Se enfurece cuando no le pagan, grita obscenidades y se esconde detrás de la cortina de su pelo murmurando una maldición. A veces se calma cuando le dan cigarros, pero tienen que ser Lucky y de los corrientes porque "¡la wea con click es muy suave!".
Esta no es forma de tratar a una reina.
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